Cierro los ojos e imagino el momento en el que fui más feliz. Tengo siete años y siento bajo mis pies un tapete de hojas secas que crujen formando el bajo de la melodía que acompañan las chicharras cuando estridulan con su timbal abdominal. Las hojas del cedro amarillo (Albizia guachapele) caen como nieve y presiento que, en algún lugar de Sopetrán, está mi mamá tejiendo pensamientos en crochet mientras las ve caer. Mientras tanto, Sandra Vargas, una niña de la vereda y yo, recorremos entre árboles de mamoncillo (Melicoccus bijugatus), orejeros (Enterolobium cyclocarpum) y ceibas (Ceiba sp.) los bordes de una acequia, tan populares desde la época colonial hasta hoy en los alrededores del occidente de Antioquia. Allí, me fueron susurrados los primeros secretos del bosque seco tropical.
Quebrada Santa fe de Antioquia, occidente antioqueño 1990
Quebrada La Sopetrana, occidente antioqueño 2020
Iniciar diálogos con lo desconocido es un don que me viene por línea paterna. Caminatas silenciosas en el bosque y tertulias en las casas campesinas fueron cotidianas en mi niñez. Yo era una niña de ciudad y mi papá fue un niño del campo. El respeto por los conocimientos empíricos de la vida rural fue parte de mi formación inicial y sin ellos hubiera sido imposible escuchar que hay otras formas de planear el desarrollo, que los esquemas y los imaginarios urbanos no son replicables en todos los lugares, que hay que escuchar los ríos, sentir el viento, observar el movimiento del sol y los ciclos de las lluvias tan marcados para el caso del bosque seco tropical.
Anorí, Antioquia. 1968
Crecí y volví para caminar acequias y quebradas en el occidente de Antioquia, buscando establecer una conversación con un ecosistema escaso, pues dicen las estadísticas que solo queda el 8% de las 9 millones de hectáreas con las que contaba Colombia. La Sopetrana, una quebrada que disfrutábamos por los años 90, me recibió con el señor Matías Vargas, un habitante de la zona quién la noche anterior a mi visita había perdido sus tres vacas y a quien decidí unirme en un diálogo improvisado entre quebrada, hombre de campo y mujer de ciudad.
El señor Matías compartió conmigo sus conocimientos de experto botánico empírico, a pesar de no reconocerse como tal argumentando que los saberes acerca de las plantas se habían perdido con los viejos. Sin embargo, señaló aquí y allá, con la fluidez que da el conocimiento consolidado a través de la experiencia, docenas de plantas y sus usos. Me mostró el barbasco para pescar, señaló un arbolito de noni y un cultivo natural de anamú (Petiveria alliacea) escaso porque los campesinos los arrancan para evitar el mal sabor que le da la planta a la leche. Mientras recogía varias hierbas muy comunes a las que llamó bledo (Amaranthus dubius – Amaranthus spinosus), me contó que en épocas de escases económica era un alimento fundamental ya que algunas veces se la integraban a los frijoles. Terminando la caminata observamos una pila de semillas ya germinadas de algarroba (Hymenaea courbaril) y conversamos sobre lo importante que era este producto por sus propiedades medicinales. Con tanta semilla dispersa, nos quedamos con la sensación de que en poco tiempo La Sopetrana estaría llena de árboles de esta fruta de olor tan peculiar y codiciada.
Tengo 10 años, es el 93, siento las ráfagas de aire cálido al ingresar a San Jerónimo luego de cruzar el hotel Quimbaya. Laderas secas y algunas veces incendiadas dan paso a una zona relativamente húmeda. Con la cabeza afuera de la ventana intento atrapar con una inhalación profunda el olor a frutas maduras que se combina con el aroma de las flores de los árboles gigantes que proyectan sus sombras, cubriendo el asfalto del calor sofocante de la zona. Tengo 37 años y hoy, al visitar las montañas de la zona más alta del hato, muy cerca de las veredas de Quimbayo y Poleal, compruebo que los relictos del bosque y sus perfumes son cada vez más escasos y están atrapados entre enormes carreteras, ruidos estruendosos de fiestas de fin de semana, urbanizaciones de cubos blancos y vidrios de cristal. Allí, entre un bosque bien conservado, compruebo cómo delgados hilos de agua se deslizan entre las rocas de la montaña para unirse con el rio Aurra que termina su viaje, encañonado y oculto al fondo de una enorme carretera, donde el desarrollo está diseñado para la velocidad.
Detenerse a mirar qué ocurre al fondo de la montaña parece una locura, pero aún existen soñadores en esta tierra como Adrián Vahos, un sopetranero nacido en la vereda de Horizontes, un pequeño lugar en lo más alto de las montañas rodeado de nubes condensadas por el calor del cañón del rio Cauca, que se convierten en gotas de agua en el páramo y llegan por torrentes a calmar la sed de la gran ciudad. Adrián, impulsa el turismo en el Occidente, un turismo que explora, que se conecta con las vertientes, que reconoce a los habitantes como actores fundamentales para la conservación y a los visitantes como la posibilidad de establecer diálogos con el territorio. Con Adrián recorrí el río Aurra. Al caminar por este río, sentimos ese extraño olorcito que tienen las cosas intervenidas por el hombre. Observamos, en las riveras, a los campesinos reclamando un poco de tierra para sembrar. Tierra sin fronteras, donde ellos, con esfuerzo, le ayudan a los árboles a dar frutos. Zapotes, papayas, maíz y achiote son regados por mangueras con las que los campesinos bajan el agua por gravedad. Miles de mariposas revoletean a nuestro alrededor y todo esto pasa mientras arriba terminan de construir una autopista con muchos carriles para autos más veloces, con aire acondicionado y niños que ya no sienten el bosque seco tropical.
Una estatua encantadora de un zancudo gigante interrumpe la ciclorruta que lleva al pueblo de Santa Fe de Antioquia. Inhalo el aroma de unas flores repletas de abejas que emanan un fuerte olor a vainilla y me dedico a pensar en los molestos mosquitos, recordando que alguien los comparaba con los soldados del bosque, que en otras latitudes y en bosques más húmedos como en la Amazonía, han impedido la llegada masiva de los hombres. El bosque seco tiene menos soldados y un clima que es ideal para llevar una vida longeva y muy agradable. Por esto y por su cercanía a la ciudad de Medellín el occidente tiene grandes retos, ya que el turismo representa el 45% de los ingresos de este territorio. Él debería convertirse en una herramienta de diálogo entre la ciencia y el empirismo campesino, entre el bosque seco y el páramo, entre la ciudad y el campo, entre clases sociales y distintas visiones de desarrollo.